Y entonces llegó él


Me preguntas qué tal el fin de semana y me rio. Si yo te contara…

Me levanté el sábado con todo a medias, porque soy así de desastre. Precisamente el día anterior le había dicho al chico con el que había estado quedando últimamente que viniera a casa, y allí estaba yo, todavía en pijama sin nada preparado. Me adecenté tan deprisa como pude y abrí la nevera para comprobar de qué ingredientes disponía. Me quedaba algo de lechuga, un aguacate, semillas varias y dos tomates.

—Bien, empezaré con una ensalada —dije con satisfacción, como si yo supiera cocinar algo más.

Entonces vi el huevo y toda la conversación del día anterior fluyó ante mí de un modo escandalosamente veloz y doloroso.

—¡No! —Me cubrí la cara, hundiéndome en la vergüenza. Le había dicho a Javier que le prepararía la tortilla de patatas de su vida, y a duras penas me salía bien la francesa. Revisé con ansiedad mis reservas; un huevo, cero patatas y dos cebollas pochas. Me planteé, en un momento de poca lucidez, darle evasivas y decirle que nunca se lo había dicho, pero al revisar el chat vi que lo había repetido en la despedida.

Me vestí con prisas y llegué a tiempo al supermercado. Justo en la puerta me di cuenta de que todavía llevaba las zapatillas puestas y tuve que asumir la vergüenza. Aunque quisiera, no tenía tiempo de volver a casa y cambiarme. Al principio no supe qué cara poner. ¿Tenía que poner cara de dignidad? ¿Esconderme de la gente? Quizás podría quedarme mirando los zapatos de los demás como si lo extraño fuera ir con calzado de calle. Decidí finalmente aparentar naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo ir así. Con un poco de suerte, siendo grises quizá nadie se daría cuenta. Por supuesto, el niño que había detrás de mí en la cola de la caja necesitó comentárselo a su padre a gritos. Y señalándome con el dedo un buen rato. En cuanto estuvo todo pagado, me intenté alejar de allí tan deprisa que se me cayó una de las zapatillas y tuve que volver atrás para recuperarla. Como un tomate, me reí, la puse en su sitio y me largué.

Ya en casa coloqué los ingredientes sobre la encimera y me dispuse a cocinar. Por supuesto, siguiendo una receta de Youtube, aunque a Javier le diría que había aprendido a hacerlo de mi abuela. Para empezar, tuve que pelar las patatas y resultó más complicado de lo que esperaba, fue un suplicio y encima quedaron mal. Las dejé súper pequeñas y me hice un cortecito en la mano, aunque nada que una tirita no pudiera solucionar. Las corté en láminas demasiado gruesas y empeoré la situación al intentar arreglarlo. Los siguientes pasos fueron más sencillos. Las cociné a fuego lento y batí los huevos con gran profesionalidad. Hasta me puse el delantal, para sentirme como los cocineros de la tele.

Entonces, para pelar la cebolla, cogí el cuchillo más grande que tenía e hice una obra maestra. Por supuesto, empecé a llorar y todo el maquillaje que me había puesto con sumo cuidado horas antes se deslizó en mi mejilla dándome cierto aire gótico. Quise ir al baño a lavarme, pero temía que se me quemaran las patatas, así que seguí adelante. Me arreglaría antes de que Javier llegase. El siguiente paso, pochar la cebolla, pude realizarlo sin contratiempos y, cuando adquirió el color dorado que salía en el vídeo, la eché al huevo batido para que se mezclaran los sabores. Cuando las patatas estuvieron también, las escurrí y las mezclé con los huevos y la cebolla.

Entonces, según la receta, debía esperar quince minutos para seguir. Perfecto, me dije, me puse a preparar una ensalada digna de Instagram, preparé la mesa y, por último, dejé la puerta entreabierta para que Javier pudiera entrar si llegaba pronto.

De nuevo en la cocina, empezó la fiesta. Tenía entendido que esta era la parte más difícil, pero el vídeo que miraba era muy instructivo. En cuanto el aceite estuvo caliente puse la mezcla. El olor que desprendió era fascinante y empecé a sentir mucha confianza, tenía la convicción de que la tortilla acabaría siendo todo un éxito. Cuando al girar la tortilla me salió justo como lo hacía la YouTuber que estaba imitando, me sentí capaz de todo. Me imaginé con mi propio canal de cocina y me dejé llevar.

—Y como podéis observar, la parte externa de la tortilla empezará a coger ese color característico. No os preocupéis que, si lo habéis hecho tal y como os lo he estado indicando, por dentro estará super jugosa —dije, en plena exhibición de carisma y talento a partes iguales. Cogí la sartén por el mango con naturalidad; le daría la vuelta a la tortilla en el aire y cuando saliera bien, me aplaudiría por ello.

—¡Qué bien huele! —dijo Javier, que acababa de entrar en la cocina.

Mi concentración, mi carisma y mi confianza, todo se esfumó al oírle, dejándome con la inercia que había tomado mi brazo. Del susto, además, incrementé la fuerza y la tortilla salió volando. En mi defensa debo decir que técnicamente tuve éxito, porque giró una vez en el aire. Por desgracia al caer no llegué a tiempo y se derramó en el abrigo del que quería que fuera mi novio. Grité y nos quedamos en silencio. Él, confuso, se quitó trocitos de tortilla de encima. Me miró muy serio y entonces se empezó a reír. Con toda la emoción me había olvidado de quitarme el maquillaje y con el sudor la situación había empeorado.

Al final la ensalada sí fue todo un éxito, aunque insistió en recordarme lo de la tortilla.

—Tendrías que haberla probado, estaba deliciosa.

Por suerte el domingo fue más sencillo, del desayuno ya se ocupó él.

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