Pedrín Pedroche, crítico gastronómico


Enriqueta tenía fama de dar a sus clientes justo lo que querían y puede que se le diera tan bien por su condición de bruja. Ella estaba más que satisfecha. Incluso había empezado a ser conocida a nivel nacional. A su parecer, su establecimiento era magnífico.

A varios metros de allí estaba Pedrín Pedroche, un crítico amateur que se disponía a realizar su primera visita. Estaba muy emocionado. Había sido un paso muy difícil de dar porque casi nadie tenía fe en él. Todavía tenía presente la última conversación con su madre.

—Pedrín, hijo mío, no es que no confíe en ti, sé que eres muy trabajador. Pero es que tú no tienes papilas gustativas, cielo. Los trols comemos piedras. Y son gratis, no entiendo por qué tienes que ir a esas tiendas a que te saquen el dinero.

—Mamá, son restaurantes y ser crítico es algo muy importante.

Su padre se sacó un trocito de piedra de los dientes con la ayuda de una rama de árbol recién arrancada.

—A ver Pedrín, si tu madre lo dice por ti. Nosotros solo comemos rocas, allí las cosas blanditas que comas no te van a saber a nada.

—Pero es mi sueño...

Pedrín espantó esos recuerdos antes de llegar al local. Se sentó en la terraza, en una pequeña mesa situada a la sombra. Por supuesto, la silla se rompió. Algo avergonzado, Pedrín se quedó sentado en el suelo, encima de los restos de madera como si no hubiera pasado nada, esperando que los demás clientes dejaran de mirarle. Por suerte, era tan grande que llegaba a la mesa perfectamente. Enriqueta salió corriendo a ver qué había pasado y casi se cae de culo también. ¡Un trol! ¡Un trol en su local! Volvió dentro para calmarse. No tenía sentido, no servían nada que le pudiera gustar a un trol. Se preguntó si pertenecería a alguna mafia de esas que presionan a los restaurantes de éxito. Quizás le habían mandado para extorsionarla ahora que el negocio iba viento en popa. Pero ella no les tenía miedo, pocos se atrevían a meterse con una bruja. Enriqueta se plantó al lado de Pedrín, muy resuelta a no mostrar temor.

—Buenos días. ¿Qué te pongo?

—Hola, siento mucho lo de la silla —La voz de Pedrín sonó tan débil que a Enriqueta le costó entender la última palabra.

—No te preocupes, ya era muy vieja —dijo ella sonriendo—. ¿Qué te pongo?

—Mm, ¿puedo ver la carta? —dijo Pedrín. Enriqueta se sorprendió. ¿Querrían ver los precios que ponía para calcular cuánto ganaba? No se lo pondría tan fácil.

—Lo siento, pero son las diez de la mañana, la cocina no está todavía abierta —Fue tal la cara de tristeza que puso el trol que Enriqueta se vio a sí misma ofreciéndole una alternativa—. Si quieres puedo servirte un desayuno. El pequeño son cinco monedas y el completo cuesta diez.

El trol asintió emocionado y pidió el completo.

—Lleva huevos, un bocadillo de…

—Sí, sí, quiero ese.

Lo miró fijamente, valorando si le estaba tomando el pelo. Pedrín le mantuvo la mirada totalmente confiado. Tras varios segundos de tensión, incluso varios clientes dejaron de comer para observar lo que ocurría. Sin decir nada, Enriqueta entró en el local y se dispuso a preparar la comida ella misma. Mientras tanto, Pedrín sonreía feliz convencido de que ese momento de mirarse a los ojos se debía a que habían conectado.

—Es una camarera muy atenta —Sacó una libreta grande, que él llevaba como si fuera de bolsillo, y tomó unas notas—. Muy buen trato al cliente, camareros muy educados, local agradable.

Dentro, ella se sentía cada vez más suspicaz. Quizás el trol estaba esperando a alguien. Le había mirado a los ojos y no había visto nada, más vacío que un pozo seco. Claro, seguro que era eso, él ponía los músculos y en breves llegaría el negociador. Sonrió con malicia. Ariel, su camarero habitual, salió silenciosamente de la cocina, casi de puntillas. La expresión de su jefa le estaba dando mucho miedo. Cuando la puerta se cerró Enriqueta abrió el armario de las especias, uno cerrado con candado, y seleccionó casi todas las rojas y cuatro de color morado. La mayoría de los clientes que había dentro del local se apresuraron a irse cuando oyeron la macabra risa que salía de la cocina. Enriqueta salió llevando una bandeja cubierta con una campana de metal. La posó delante de Pedrín y la destapó. Una nube roja se extendió a las mesas contiguas y los clientes empezaron a toser y a llorar. Se levantaron, indignados, mientras Ariel se disculpaba. Enriqueta solo prestaba atención a la mesa del trol. En cuanto su compañero llegara y probara eso, no podría decir nada en un mes. Tardarían en volver a molestarla.

—¿Tardará mucho en venir tu amigo?

—¿Qué amigo? —dijo Pedrín sin apartar la mirada del festín. Había llegado el momento esperado. Haría su primera cata y le diría al mundo lo que opinaba del local. Seguro que estaría muy bueno, el humo que emitía era muy bonito.

—¿No esperas a algui…? —Dejó la frase a medias. El trol se había metido en la boca el desayuno junto a la bandeja de metal y la estaba masticando con una facilidad que puso de punta los pelos de la nuca de Enriqueta. El sonido asustó a los pocos clientes que todavía quedaban. Pedrín usó el cuchillo para limpiarse los dientes, agradeció la comida y pidió la cuenta. No había sido tan espantosa la experiencia como le habían dicho los demás trols. Desde luego era verdad que allí sabían cómo satisfacer a cualquiera, se habían tomado la molestia de complementar el desayuno con un poco de metal e incluso le habían echado algo para que le hiciera cosquillitas. Todavía las sentía, eran muy agradables.

Enriqueta se quedó mirando su local vacío y al trol alejándose de allí. Lo vio bailotear por la acera dejando, tras los saltitos, la huella hundida de sus pies. Había vaciado todas sus provisiones de picante y él no había dado señal de sufrimiento. Y no había venido nadie, ni le habían intentado extorsionar. Los clientes habían huido y Ariel le había puesto una excusa para irse antes. Enriqueta no acababa de entender lo que había ocurrido.

—Ya veo… por esto decía mi abuela que no me relacionara con trols.

En el periódico del día siguiente, Pedrín publicó su primera crítica.

“En Artes Café encontré la atención que prometen. El local es agradable y acogedor. Amables y simpáticos, los camareros realmente saben conectar con los clientes. Supieron cómo hacerme sentir cómodo y me sorprendieron gratamente con un desayuno personalizado que no solo satisfizo mi paladar sino también mis ojos en un show visual que no deberíais perderos. No dudaré en volver por allí.

Pedrín Pedroche, crítico gastronómico”

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