RatonciThor


Pérez contó hasta diez para no soltar un taco. Se había despertado con el presentimiento de que las cosas se pondrían complicadas, se lo decían los dientes. Estaban más fríos de lo normal y eso no era buena señal. Se levantó de su diminuta cama y se puso sus zapatillas con forma de gato. Sí, le iba la guasa, ¿algún problema?

Le tendréis que disculpar, no se despertaba de muy buen humor.

Miró el reloj y… Oh, qué desatino, se había despertado media hora antes. Desactivó la alarma para que no le molestara. El día no empezaba con la esplendidez a la que estaba acostumbrado, ¡y él era muy de rutinas! Para rematar, el desayuno tampoco fue un lujo. Se había acabado la fruta. Arándanos, por supuesto, ya que era lo único que cabía en la nevera. Se preparó un buen tazón de leche con cacao, pero lo escupió al primer sorbo. La leche se había agriado. Menudo día. Se vistió rápido y decidió que ya tomaría algo en la oficina.

Cuál fue su sorpresa cuando, al abrir la puerta de casa, una extraña estructura de madera le dio la bienvenida. A primera vista parecía tratarse de una columna caída. La recorrió hasta un cubo de metal rectangular, bastante decorado con diseños que no conseguía reconocer.

—¿Un martillo? ¿Aquí? ¿Por qué?

El sobre que lo acompañaba indicaba “Al receptor de este martillo”. Pérez dudó al principio pero, tras mucho evaluar, entendió que debía darse por aludido. Lo abrió, no sin cierta dificultad, ya que se trataba de un sobre tamaño humano.

—Siempre gastando papel, cuando con uno chiquitín tendrían de sobre —Se rio de su propia gracia. Ya os he dicho que le iba la guasa.

La letra de la carta tenía tantas florituras que necesitó un rato para empezar a entenderla.

“Querido receptor,
Me ha surgido un problemilla y necesito que alguien de fiar se ocupe de mi martillo en mi ausencia. Lo he enviado con un conjuro para que busque a alguien apto para dicha tarea. ¡Enhorabuena, eres el afortunado! No lo mojes, no le gusta. Duerme a las veintidós horas aunque, si pasada esa hora lo necesitas para salvar el mundo, te sacará del apuro.
Volveré a por él mañana.

Atentamente,

Thor
(Dios, protector de mundos y lo que surja.)”

Pérez miró alrededor buscando a la persona que parecía estar burlándose de él, pero no vio a nadie. Él era un ratón muy ocupado. No tenía intención de pasarse el día vigilando esa mole y tampoco sabía quién era ese tal señor Thor. Dejó la carta y el martillo en su sitio, dispuesto a ir a trabajar. A un cuarto de metro estaba de regresar a su hogar, dulce hogar, cuando oyó cánticos celestiales a sus espaldas y al girarse le pareció que algo brillaba. No, se lo habría imaginado, y él era una persona seria. Decidió ignorar los cánticos celestiales y los destellos, su trabajo era lo más importante. No había terminado de pensarlo cuando un sonido metálico de arrastre le puso los pelos de punta, sobre todo los de las orejas. Era como si alguien se hubiera puesto a rascar el suelo con un tenedor.
Se giró y vio el martillo justo detrás de sí.

—Un momento, esto no estaba tan cerca... —Se alejó del martillo andando de espaldas y descubrió que este le seguía. Intentó correr, esquivarlo cruzando un coche por debajo (al dueño no le gustaría ver cómo había quedado), pero todo fue en vano. Pérez llamó al trabajo.

—Sí, me ha surgido un problema, hoy no podré ir. ¡No, no me voy a jubilar! —Era la primera vez que faltaba y ya se estaban haciendo ilusiones en la oficina—. ¡Aquí nadie va a ascender! ¡Nada de hurras!

Suspiró y miró la gran herramienta de Thor.

—Ese cretino...

Aunque fuera un artefacto místico, con ese tamaño era imposible meterlo en casa.

—Quizás si lo desmonto...

No hizo falta decir más, el martillo se encogió tamaño Pérez.

—He dicho las palabras mágicas, ¿eh? —dijo disimulando, no veía en él ningún tornillo y, la verdad, no habría sabido hacerlo.

De todos modos, para los escuálidos brazos de Pérez, el martillo seguía teniendo un tamaño considerable y nuestro héroe se puso rojo como una encía con gingivitis del esfuerzo de llevarlo a la cocina. Suspiró, decidido a sacarle provecho al día, a pesar de las circunstancias. Lo primero, si se quedaba en casa, sí o sí tendría que encontrar el modo de desayunar allí. Dejó el martillo en la mesita e intentó acercarse a la nevera. Pero nada, por más que lo intentaba, no conseguía llegar a ella. ¿Estaría en uno de esos sueños tan recurrentes en los que había un incisivo por recoger y por mucho que se esforzaba no conseguía llegar a él? De vuelta a la realidad, simplemente no había llegado a soltar el martillo y este, además, había decidido pegarse a la mesa. Tras varios intentos acabó arrastrando la mesa a la nevera mientras, con la mano libre, se servía las sobras de la cena. Mejor eso que nada.

Se quedó ahí sentado, en silencio, preguntándose cómo había llegado a esa situación y por qué el conjuro había considerado que él era alguien apto para esa tarea. Y, desde luego, estaba demasiado cansado para seguir arrastrando la mesa. Miró el martillo, agarrado con fuerza por una mano que aparentemente no controlaba y le suplicó, con dramático desespero y con una lagrimita, que se soltara. Y así lo hizo el martillo. Esta vez fue dentro del corazón del ratoncito donde se oyeron los cánticos celestiales. Se habría subido a la encimera a bailar de alegría si no fuera que, como he dicho, estaba cansado y, además, le apremiaba el pis. Por miedo a que le siguiera y rompiera algo, llevó consigo y a pulso el martillo de las narices. Lo dejó en el suelo mientras usaba el lavabo. Después se lavó las manos con cuidado. Pensó “Acabo de comer, debería lavarme los dientes...”. Y ah, eso fue un error. Tras hacerse con el cepillo de dientes, fue a por la pasta. El pobre Pérez no lo sabía, pero estaba abriendo la mano como siempre hacía el dios del Trueno cuando llamaba a su querida arma. El resto de la postura no era la correcta, ni el contexto, pero el martillo no era quisquilloso.

Quince segundos más tarde, a Pérez le había aparecido un tic en el ojo izquierdo. No es que tuviera problemas con que el martillo hubiera roto el cristal, agujereado la pared y destrozado el grifo, es solo que no le gustaba que le interrumpieran en sus quehaceres. ¿Lo demás? Le enviaría a ese tal Thor la factura de su vida, ¡se lo pensaría dos veces antes de volver a mandarle nada! O eso iba pensando Pérez mientras tras pedirle al martillo de nuevo que se soltara y, enrojecido de rabia, se cepillaba los dientes con tanto ahínco que habían empezado a sangrar. El chorrito de agua que se escapaba del grifo roto hasta su oreja, en el ángulo apropiado, por lo menos le sirvió para enjuagarse la boca.

Salió del baño haciendo respiraciones profundas mientras se secaba la cabeza con una toalla pequeña. También secó al martillo, que lo agradeció con un instante de show acústico-lumínico-divino.

—Vale, vale, no hay para tanto —dijo Pérez, sentándose en el sofá.

Se colocó las gafas de leer y abrió su diminuto portátil con movimientos controlados y el terror rechinándole los nervios. Lo que fuera con tal de no llamar al desastre de nuevo. Desde el dispositivo accedió a la base de datos de la organización Dientes de Leche S.A. que él mismo dirigía desde hacía varios siglos. Los ratoncitos mágicos viven mucho.

—¿Thor… qué más? —En la carta no ponía más que el nombre— Y dice que es un dios, menudo egocéntrico… Bueno, no creo que vaya a ser difícil, será un nombre poco habitual —Un gráfico apareció en pantalla—. Uh, así que en los últimos años se ha vuelto popular… pues qué bien.

Decidió usar un buscador, ya que no todos los Thor tendrían un martillo mágico, y aparecieron miles de respuestas.

—Parece que vive en Australia y que es actor. ¿A eso se refieren con lo de adaptarse a los nuevos tiempos? —A él se lo habían comentado alguna vez. Quizás podría desempolvar su guitarra y montar un grupo. Por un momento se vio a sí mismo encima de un escenario dándolo todo. Se dejaría melena... Carraspeó y se colocó las gafas, recordándose a sí mismo que no era ese tipo de persona.

Volvió al tema de Australia, ese continente era una fuente de pesadillas. Habían intentado abrir sede allí, pero tenían que solucionar primero el problema con los canguros, que se tronchaban cada vez que veían a uno de sus trabajadores. Y, por supuesto, estos no se lo tomaban nada bien. Se habían negado a trabajar hasta que lo solucionara, pero no sabía ni por dónde empezar. Él no hablaba canguro ni conocía a nadie que lo hiciera.

Entonces, ocurrió. Volvió a aparecer la musiquilla celestial de antes, esta vez en lo más profundo de su cabeza y anunciando una fantástica idea. Se incorporó con los brazos en alto, emocionado, dando saltitos. Podría pedirle a ese tal Thor que lo ayudara con lo de los canguros. Si él era de allí, seguro que sabría cómo hablar con ellos. ¡Y se lo debía después de las molestias que le había causado! Así, henchido de alegría, saltó y saltó y volvió a saltar hasta que se vio atravesando el techo. Querréis saber por qué, y él se preguntaba lo mismo. Sin ser consciente de ello, había usado la postura con la que Thor vuela. El martillo, superobediente, se había colocado en la distraída mano dándole alas, no del todo metafóricas.

Y allí estaba él, atravesando el cielo en vertical. Pérez se preguntaba si el mareo era por el vértigo o por la falta de oxígeno. No importaba, iba a desmayarse de todos modos. Antes de perder la consciencia, en un último aliento, susurró— Vuel... ve —y añadió, por si acaso— con... cuidado...

El astro rey brilló con la luz de un nuevo día, y Pérez bostezó, sin saber que se había pasado casi veinticuatro horas durmiendo. Ah, qué maravilloso es despertarse con la luz del sol y los pájaros cantando, ¿verdad? Pérez disfrutó de unos instantes de paraíso antes de intentar estirarse. Entonces le crujió todo el cuerpo y gritó, cual pizzero sin tomate. Se incorporó lentamente, apoyándose en las rocas de su alrededor.

—Hum... —murmuró.

—Eh... —volvió a murmurar.

—Esto... —lo mismo.

Algo no estaba bien. ¿Rocas? ¿Cómo? Se puso tan de pie como su maltrecho cuerpo le permitió y miró a su alrededor. Su querida casa lo rodeaba con el aspecto que tendrían unas ruinas romanas si estas estuvieran llenas de sus más queridos recuerdos. Empezó a hiperventilar sin creerse lo que veía. Y entonces volvió a gritar, como haría el pizzero si también se quedara sin queso.

Cuando horas más tarde llegó Thor, llamó a la puerta principal, que le llegaba a menos de la mitad de sus botas y era, quizás, la única parte de la casa que había quedado en pie. Pérez le veía perfectamente pero aun así le abrió, con el cuerpo envuelto en vendas y escayolas, y la mirada furibunda. Porque a educado no le ganaba nadie.

—Buenos días, vengo a por mi martillo —dijo Thor, muy respetuoso, manteniendo una postura incómodamente encorvada. ¿Es usted el Señor Ratoncito Pérez? He supuesto que se llama así, lo pone en la tablilla rota de ahí.

Pérez no contestó. El hombre no tenía el aspecto que había visto en las fotografías pero poco le importaba si iba a llevarse la endemoniada arma. Señaló el pedrusco sobre el que se encontraba el martillo y llamó a Luisito, su asistente. Tuvo que pedirle que viniera ya que apenas se podía mover. Este apareció con catorce carpetas y se las entregó al dios, que pudo cogerlas con dos dedos.

—En la primera tiene los datos para que contacte con nuestro abogado —dijo con voz de pito, Luisito, mientras cerraba la solitaria puerta de un portazo.

Los dos ratoncitos se escondieron tras la solemne madera, murmurando indignados. Thor se quedó ahí de pie, mirando los papeles que sostenía, observando las orejitas de ratón sobresaliendo de los laterales de la solitaria puerta y preguntándose qué leches es un abogado.

Más...

Quiero caramelos

Médium

Pedrín Pedroche, crítico gastronómico

Susto en la Biblioteca