Quiero caramelos


—¡Señor Mago! ¡Señor Maaaaagoooooo! —Los gritos del pequeño Jacobías, Jobías para los amigos, resonaban en los muros de la imponente Torre del Mago que lideraba la cumbre de la montaña oscura. Tenía esa voz aguda y chillona que tienen todos los duendes cuando quieren sacar a los incautos de sus casillas. Medía poco más de medio metro de altura y su barba ya superaba los tres centímetros. Era todo un adulto, aunque tratándose de un duende eso no siempre significara mucho. Como empezaba a refrescar, se había envuelto en un gran abrigo marrón que lo hacía parecer más ancho que alto.

El Mago Mart, diminutivo de Martínez, dio un hondo suspiro antes de abrir la puerta—. ¿Sí? —preguntó con voz seria y mirada de “no me hagas perder el tiempo que tengo unas lentejas cociéndose”. —Tenía una larga barba oscura, muy cuidada, a juego con un bigote fino que se curvaba hacia las estrellas. Su mirada era profunda, como dos pozos de carbón, y con un pelín de ojeras. Vestía elegante, con una túnica azul oscuro que resaltaba sus pocas ganas de hablar con la gente.

—¿Tienes caramelos? ¡Quiero caramelos! —exclamó el recién llegado entusiasmado, dando saltitos de emoción.

Mart observó en la sonrisa del duende cuatro profundos vacíos, era evidente que darle dulces no iba a ayudar—. ¿Qué caramelos? —Quiso saber igualmente, pues no entendía que precisamente hubiera ido a buscarlo a él para tal tontería.

—Los que preparaste para la Fiesta Mayor. Comí un montón, me encantan. ¿Tienes más? ¡Dame, porfa!

El respetado mago, reverenciado a lo largo de los cuatro puntos cardinales, miembro honorario de los clubs de Magos y Druidas más importantes del país, se cubrió el rostro con una mano y, tras repasar mentalmente el contenido de su almacén, contestó— Lo siento, chico. No me quedan.

—¿Quéééééééé? —gritó Jobías horrorizado.

—Vuelve a casa, ésta es una montaña peligrosa y yo tengo que trabajar —respondió Martínez tajante, cerrando la puerta y, con ello, cualquier ocasión de réplica.

El pequeño duende insistió durante unos minutos más hasta que, resignado, dio media vuelta y empezó a andar colina abajo.

Doce segundos más tarde cambió de opinión y volvió a la torre pues él era así de inconstante. Con sus pequeños pies y manos trepó por un lateral del muro hasta una ventana desde la que podía ver el gran salón de la planta baja y… ¡Eureka! Sobre la estantería del fondo, a la izquierda de un pepino petrificado y bajo un colmillo enorme manchado de sangre. ¡Allí estaban! Igual de rojos, brillantes y, probablemente, deliciosos que los que había probado hacía una semana. También vio a la nueva mascota del mago, el “pequeño” dogo de cinco cabezas que había adoptado hacía tan solo seis meses. Había sido todo un revuelo en el pueblo—. Todavía es muy bebé —dijo con una seguridad que no sentía, al verlo juguetear con la pata de cordero que le había entregado el mago para merendar. Las cinco mandíbulas compitieron intentando llevarse los mejores trozos y, una vez limpio, royeron el hueso en cuestión de segundos—. Qué dientes más grandes tienen.

Esperando la noche se entretuvo recogiendo hierbas con las que fue rellenando los bolsillos de su gran chaquetón. Sabía que algunas noches el mago salía a recolectar ingredientes y no quería que los encontrara cerca de la torre y volviera pronto. No tenía ni idea de para qué servían, pero llevarlas le hacía sentir importante y poderoso—. ¡Soy un peligroso hechicero! ¡Fuego! ¡Aaah! —Jugueteó por la zona hasta que oyó que se abría la puerta de la torre. Se escondió tras un arbusto y esperó a que el mago se perdiera en la lejanía del camino que descendía al bosque. Trepó de nuevo, esta vez más alto, hasta colarse por otra ventanilla medio abierta de la planta baja. Dentro encontró un pequeño despacho con un antiguo escritorio de madera oscura lleno de cartas, con una pluma y un pote de tinta de lo más tentador. A punto estuvo de hacer una trastada, pero no. Ese día tenía una misión importante y nada se interpondría en su camino. Salió de la habitación y se encontró con el gran salón, y con la fiera.

—Hola perrito guapo… ¿no te acuerdas de mí? —La verdad es que no se conocían, pero algo tenía que improvisar—. Soy el primo Jobías… por parte de padre y… ¿te apetece un poco de verdura? Tiene fibra, mira —Le mostró un matojo y lo mordisqueó un poco—. ¿Ves qué rico?

El dogo, que se había mantenido a distancia mostrando los dientes empezó a avanzar. De sus colmillos caían enormes goterones de saliva que le ayudarían a digerirlo si no salía de allí a tiempo. Temblando, el duende volvió al despacho y se dejó caer en el suelo. La puerta le protegería, pero… uh… ¿por qué giraba todo? ¡Qué bonitos colores! No sabía Jobías que las hojas que había mordisqueado eran alucinógenas.

Y la música empezó a sonar.

—¡Salsa! —exclamó, con tremendo júbilo y regocijo. Se levantó de un salto y volvió decidido a enfrentarse al perro en un combate de baile. Con las paredes moviéndose y a trompicones, Jobías se acercó al chucho al son de la música que había empezado a sonar en su cabeza—. ¡Qué bien te mueves! —dijo, mientras mantenía un bamboleo de izquierda a derecha que empezaba a marear al animal, que por más que lo intentaba no conseguía pegarle bocado—. Si tú me dices ven… ¡lo dejo todo!

Con lo que a su parecer fue un elegante giro, se desplazó hasta la chimenea de piedra que, encendida, le daba un toque hogareño al extraño espectáculo. Con gran teatralidad, Jacobías acabó su ejercicio quitándose la chaqueta en una postura muy dramática que había visto hacer a los bailarines de la tele. Fue entonces cuando una de las cinco mandíbulas, que habían estado yendo de un lado al otro intentando pillarlo, dio por fin con su trasero. El agudo grito resonó en la noche, seguido de un sordo “¡puf!”. Al sorprenderse, Jobías había lanzado su chaqueta al fuego y, con ella, los montones de hierbas que llevaba encima. Empezó a formarse una densa nube que pronto cubrió el techo. El dogo se había visto atrapado por el humo del estallido inicial y había empezado a trastabillar con sus propias patas. Acabó por aullarle a una luna imaginaria.

—Desafinas mucho —le recriminó el chico. Se frotaba el trasero, aunque ya no recordaba por qué le dolía. Se le ponía roja la mano cuando lo tocaba y no lo entendía. ¿Se habría sentado encima de un bote de pintura? ¿Y qué hacía allí? ¿Por qué se estaba preguntando tantas cosas?

—¡Qué es todo esto! ¿Qué has hecho? —Una profunda voz llena de angustia gritó desde la entrada. El mago pronunció unas palabras y el viento obedeció, llevándose la nube tóxica por la puerta abierta.

Algo liberado del efecto del humo, Jobías localizó por fin lo que tanto deseaba—, ¡Caramelos! —aunque ya no recordaba que había llegado hasta allí buscándolos. Cogió una de las pequeñas esferas rojas y se la metió en la boca.

—¡No, insensato! —gritó Mart, corriendo hacia él.

Un fuerte calor recorrió el pequeño cuerpo del duende que empezó a convulsionar y a enrojecer. Creyó que se trataba de un eructo, pero en vez del familiar sonido, expulsó una llamarada que casi se lleva al mago Martínez por delante. “Flaaaaash”.

Tras ella, ahora sí, un sonado eructo hizo temblar las paredes.

—Ups —exclamó Jobías—, qué ardores —Entonces miró al mago que, pese a que había logrado esquivar la parte central del ataque, no había podido evitar que su barba y su fantástico bigote empezaran a arder—. ¿Así te afeitas? ¿No es algo peligroso? —preguntó todavía masticando la pequeña esfera roja, no del todo consciente de lo que ocurría a su alrededor.

—Y mis padres preguntándome que por qué no soy más sociable… —murmuró para sí Martínez, echándose por encima el agua de regar las plantas.

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