Susto en la Biblioteca


Urui no despegó la vista del libro hasta que la pequeña luz de la lámpara que lo acompañaba empezó a ser insuficiente. De cabello castaño claro, ojos verde ceniza, nariz larga y baja estatura, no era un elfo que destacara por sus capacidades físicas. Por eso, siempre intentaba dar lo mejor de sí mismo con todo aquello que no requiriera de músculos. Y ahí estaba, como siempre, estudiando hasta que sus neuronas no pudieran más. Confuso, parpadeó y observó las sombras a su alrededor. Se sorprendió al no encontrar a la señora Evadette, la amable mujer que había estado leyendo cerca de él toda la tarde. ¿Cuándo se había ido? Tampoco estaban los demás estudiantes. Era extraño que el señor Lulú, el bibliotecario, no le hubiera avisado de que se había hecho tan tarde. ¿Dónde había ido todo el mundo? Afinó sus largas orejas, al fin y al cabo su mejor rasgo élfico era su oído, y un murmullo lejano captó su atención. Parecía venir de la entrada. Bien, eso lo tranquilizaba. Todavía quedaba alguien, eso era bueno, aunque probablemente sería un encargado a punto de cerrar que le sermonearía. Tenía que darse prisa.

Se levantó y, con cierto nerviosismo, empezó a recoger libros y apuntes. Era cuidadoso y le gustaba dejar todo en su sitio. Ya con la desgastada mochila marrón que siempre lo acompañaba en su espalda, cogió la lámpara de aceite y abandonó la pequeña salita en la que había estado estudiando durante horas. Era un pequeño espacio de los muchos que había repartidos en los interminables pasillos de la Biblioteca del Campus. Estos formaban enormes círculos concéntricos conectados entre sí por más pasillos, distribuidos en forma de radios. No en vano decían que la mejor manera de ponerse en forma era ir allí. Después de seis meses de curso, Urui se la conocía ya como la palma de su huesuda mano, y tenía unos buenos gemelos que lo demostraban.

Estaba ya a medio camino cuando su pequeño y escuálido cuerpo se estremeció al darse cuenta de que los únicos ruidos que oía eran los de sus propios pasos. ¿Se habría ido ya el encargado? No había escuchado la puerta principal cerrarse y, bueno, se trataba de una puerta de gran tamaño, uno no la cerraba silenciosamente así como así. Se quedó quieto unos segundos para centrarse y prestar más atención.  Descubrió que la madera del suelo crujía y que el polvo flotaba, visible, en los rayos de la luna que se colaban por las altas ventanas del pasillo exterior.

—Uh, ya podrían tener esto más limpio —se quejó, sacando un pañuelo de papel y cubriéndose la nariz con él. Las zonas más polvorientas afectaban a su alergia y por ello solía evitarlas. Sin embargo, eran el camino más rápido a la salida y quería llegar antes de que cerraran. Era imposible que el señor Lulú se hubiera ido sin avisar, y aún así se encontró con la gran puerta metálica cerrada y la recepción vacía.

—¿Señor Lulú? ¿Está por ahí? ¡Que todavía estoy aquí, abra la puerta, por favor! —gritó con voz trémula e insegura, esperando que el anciano hombre alzara su chepa tras algún montón de libros.

Al silencio cortante le siguió el apagado sonido de una cisterna.

Urui suspiró profundamente y dejó escapar una risita nerviosa. ¡Estaba en el servicio, por eso no contestaba! Sintió cómo la desazón se deshacía y, ya más tranquilo, se acomodó en el frontal del mostrador en el que siempre acababa divagando con el viejo bibliotecario sobre los temas de estudio. Era un hombre amable, un bibliógrafo respetado y una gran ayuda para todos. Y además, medía lo mismo que Urui y eso, para la comodidad del chico, era importante.

El pestillo giró y el pequeño elfo pensó en la carcajada que le sacaría al anciano cuando le contara su pequeño momento de terror. Lamentablemente, la mole que abrió la puerta del aseo segundos después y se lo quedó mirando no se parecía en nada al flaco y vulnerable bibliotecario.

—¿Qué miras, retaco? —La voz grave del chico más peligroso del Campus atravesó las entrañas de Urui tal como lo haría el cuchillo frío y afilado de un gran chef. Tenía el cabello y los ojos castaños, la sonrisa ancha y la mirada cruel. Vestía una camisa roja a cuadros con la que fácilmente se le podría confundir con un leñador de las montañas del norte.

Por un momento el pequeño elfo se olvidó de respirar, de cerrar la boca y de huir. Y esto último era muy importante cuando te encontrabas con Esen. El joven había conseguido una beca gracias a su título como campeón de lucha agreste y aprovechaba cualquier ocasión para demostrar su talento. Y para colmo era el hijo del director. El hombretón, de casi dos metros, se acercó satisfecho al ver la desazón que generaba su presencia.

—Vaya, parece que estamos solos —exclamó satisfecho. Eso y los temblores en las piernas, devolvieron a Urui a la realidad y, dándolo todo en su cometido, puso los pies en polvorosa.

Cuando se detuvo, casi un minuto más tarde, apenas podía respirar. Intentó escuchar si Esen estaba cerca pero sus propios resoplidos le sabotearon. Aun con las costillas contrayéndose, empezó a recorrer el círculo exterior en busca de una salida y, justo en el lado opuesto de la entrada a la biblioteca, la encontró. Una pequeña ventana elevada encima de las estanterías suponía en ese momento su mejor opción. La única al menos. La madera era antigua y parecía no estar bien cerrada, pues entraba cierta luz según los vaivenes del viento. Urui no se lo pensó. Agarró dos sillas de la salita más cercana y, usando una de apoyo, subió la otra hasta la parte superior de la estantería. Ya al mismo nivel que la pequeña ventana, manipuló la silla para que una de las patas de metal sirviera de palanca. Lo consiguió al tercer intento y, tras estornudar por el polvo levantado, se lanzó por el hueco. El aire nocturno le dio la bienvenida y su frescor le sonrojó las mejillas, pero eso fue todo. Se esforzó por encoger sus ya de por sí estrechos hombros pero, por más que lo intentó, no fue suficiente.

—¡Mierda! ¡Primera vez en mi vida que querría ser más pequeño! —exclamó molesto mientras intentaba retener el goteo de su nariz. De repente, una luz redplandeció en su mente. ¡Tenía la respuesta! ¡Viviría! Bajó de nuevo a la salita, abrió la mochila y empezó a rebuscar en los apuntes. Agarró un grueso libro lleno de anotaciones como si le fuera la vida en ello (y es que era así): “Transformaciones para principiantes”.  Apenas habían rascado la base teórica en clase pero sabía que a final de curso tendrían un examen práctico, por lo que…— ¡Eureka! —exclamó cuando encontró el hechizo adecuado en los anexos.

Un gorjeo ronco resonó desde varios pasillos. Era evidente que Esen disfrutaba de perseguir a sus víctimas. Además, probablemente porque estaba convencido de que no había escapatoria, se lo tomaba con calma. Urui sabía que Esen se acercaba. Esen sabía que Urui sabía que Esen se acercaba. Urui sabía que a la que Esen se diera cuenta de que tenía un modo de huir de allí... Esen volvió a reír y el pequeño elfo sintió un gorgoteo denso y pesado recorrerle la espalda. Casi dejó caer el libro, lo que habría delatado aún más su posición. Estaba convencido de que el queridísimo hijo del director se estaba guiando por el olfato. Sí, ese prodigioso órgano que dotaba de una ventaja extra a un depredador que parecía tenerlo ya todo. Ni escondiéndote estabas a salvo. A menos que consiguiera pasar por el marco de esa ventana, entonces obtendría una ventaja importante. Tenía que lanzar el hechizo ya. Inspiró y…— Versa trarin fura kar… —Urui contuvo la respiración y esperó. Los pasos estaban demasiado cerca. Volvió a meter el libro en la mochila y salió huyendo, alejándose cuanto pudo del ruido. De nuevo, oyó la risa de Esen de fondo.

“¿Por qué no ha funcionado? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?” pensó angustiado. Aunque no hubieran dado ese tema en clase, le había pegado un vistazo a principio de curso y era sencillo. Muy sencillo. Había hecho conjuros mucho más complicados en el campamento de verano avanzado. ¿Y entonces? Ah, Urui no lo sabía pero la respuesta no tardaría mucho más en llegar, en llegar a sus pies. Se estaban encogiendo. Lo notó tras perder el equilibrio y estamparse contra el suelo—. Buena manera de no hacer ruido… —susurró para sí en un apenas audible susurro, ya que los pulmones se le habían vaciado de golpe por el impacto. A continuación se encogieron sus piernas, después su cadera y así, hasta que se encontró observando el polvo de cerca. Una rata, o quizás un ratón… por lo menos no era un escarabajo.

Ahora… ahora… —¡Achú!—… ahora no tenía cómo subir las estanterías.

—¡Urui eres un lince! —murmuró con toda la indignación que su nueva, débil y chirriante voz le permitía. Se frotó la pequeña y oscura nariz, intentando calmar los picores de la alergia. Observó el alto mueble de sólida madera añeja y pegó un saltito para confirmar que saltar no iba a ser la solución. De repente, la insolente voz de Esen retumbó en sus minúsculas orejas.

—Venga, creo que estoy teniendo paciencia, no entiendo por qué tienes que huir así de mí —se lamentó el grandullón—. Hieres mis sentimientos.

Tenía que huir, pero era inútil. Lo único a lo que podía aspirar con ese cuerpo era a esconderse. Y no, no iba a meterse en uno de esos agujeros de pared. Puede que tuviera aspecto de roedor, pero no compartía sus costumbres. Además, Esen era un mago, por lo que, aunque su olfato fallara, siempre podría hacer algún hechizo de rastreo usando su ropa o su mochila. Tendría que haberla encogido antes de encantarse a sí mismo.

—Tengo que volver a la forma élfica… pero me he saltado esa parte con las prisas. Y me pillará si no… Quizás… sí, puedo probar de invertir el final, como en los hechizos del mes pasado —cuchicheó el pequeño ratoncito, nervioso por los pasos que se acercaban. Inspiró lentamente y recitó— Versa trarin kar furaa… —Alargó un poco la vocal final para que la inversión del hechizo se cerrara.  Se miró los pies, y nada. Miró sus manos, y nada. Sabía que podía tardar unos segundos pero Esen estaba a punto de llegar, tenía que cambiar de sitio. Empezó a correr hacia la estantería, buscaría un hueco en el que esconderse y ganaría algo de tiempo. Apremió a sus pequeñas patitas. Se imaginó como uno de esos ratoncitos veloces que correteaban por el Campus y en ello estaba cuando un gran pie intentó aplastarlo. Lo esquivó por poco. Algo le cogió de la cola y lo alzó.

—Hombre, si es el Ratoncito Retaco —rio Esen mientras lo observaba—. ¿A eso quieres jugar? —Envolvió al pequeño ratoncito con una mano y lo empezó a estrujar con fuerza mientras sonreía—. Si insistes…

—GRAAAAAAAAARRRRRRRRR… —Un fuerte rugido salió de la boquita del ratón y, de la impresión, Esen lo dejó caer. Urui temió el golpe, era mucha altura para un ratón, pero por suerte, su nuevo gran trasero peludo lo amortiguó. Esen dio un paso atrás cuando vio aparecer las garras. Finalmente, el pequeño elfo sintió cómo sus incisivos se igualaban y los colmillos tomaban protagonismo. Miró al grandullón frente a él que, sorprendido, le devolvió la mirada con la boca abierta y los ojos como platos. Era tan grande que, por primera vez, su propio cuerpo hacía sombra al temido atleta. Por un instante, un maravilloso instante, Urui pensó que ahí quedaría todo. Puede que no pudiera salir por la ventana, pero tampoco podría hacerle daño. Entonces, el rostro de Esen cambió: emocionado, parecía realmente feliz.

—¡Sí! ¡Esto es lo que andaba buscando! Me toca —Trepó por las estanterías exteriores hasta llegar a la ventana. Rompió el cierre de esta de un tirón, la abrió y se quedó quieto. Urui se movió lentamente a un lado, confuso por el cambio de actitud. Totalmente inmóvil, Esen observaba el cielo con la mirada fija y unos iris distintos nuevos, amarillos, como pozos de oro líquido. Las manos rompieron la madera a la que se aferraban y se transformaron en garras. Esen descendió al suelo y se encorvó. La ropa empezó a resquebrajarse al tiempo que su cuerpo aumentaba de tamaño y le crecía pelo por todas partes. Se estaba transformando en un hombre lobo.

Urui no se quedó a ver el final. Se agachó, cogió la mochila con las fauces y salió trotando a cuatro patas. Aunque fuerte, ese nuevo cuerpo úrsido era menos ágil que el anterior y más difícil de controlar. Intentarlo suponía un alboroto, meneando las estanterías de alrededor y arrasando con las sillas y mesas que encontraba a su paso. Apenas llegó a oír cómo Esen rompía en carcajadas con una voz varias octavas más grave. Estaba emocionado, embravecido y con ganas de, probablemente, arrancarle la piel a tiras. Urui corrió sabiendo que le iba la vida en ello. Cuando llegó a la salita inicial, lanzó con brusquedad y sin pensárselo la mochila por la ventana y trepó como pudo hasta esta. Mantuvo un extraño equilibrio sobre la estantería a base de clavar las garras con medio cuerpo colgando. La madera crujió y amenazó con ceder. Él lo ignoró. Solo necesitaba unos segundos, solo... — ¡Versa tra…trarint ¡Achú! —¡Maldito polvo!— …fu…urra kar! —gritó con todas sus fuerzas, trastabillando en algunas de las letras. En los pocos segundos que tardó el hechizo en responder, Urui tuvo tiempo de ver su infancia, parte de su adolescencia y los colmillos de un lobo gigante furioso que corría hacia él. No se lo pensó y empezó a meter por la ventana aquellas partes del cuerpo que empezaban a encogerse. Por la repentina ligereza y cambio de perspectiva, notó que esta vez el cambio empezaba por la cabeza. Y de cabeza se lanzó. Solo un terrorífico instante marcó la diferencia entre que le mordieran dolorosamente el trasero y caer de casi tres metros sobre el no-lo-suficientemente-blando césped del Campus. Por suerte la biblioteca se encontraba en una planta baja. Oyó a Esen gritar desde dentro, probablemente molesto de ver su caza frustrada.

Rodó de mala manera con su ya entumecido cuerpo y gimió al impactar contra algo. Se incorporó al tiempo que el profesor Serán, tutor de su curso con cuyos pies acababa de chocar, el Señor Lulú y el director del Campus se agachaban. Con una linterna cegándole. Urui no pudo más y sintió cómo su nuevo pequeño cuerpo tomaba el control de la situación, preparando la huida y, extrañamente, levantando la cola. Los tres gritaron al unísono. Se taparon el rostro y empezaron a toser. El señor Lulú y el director cayeron al suelo del susto y empezaron a gatear con desesperación, intentando alejarse. Urui entendió lo ocurrido al ver su blanca y negra cola: una mofeta. Se había transformado en un mamífero capaz de lanzar un nauseabundo líquido pestilente a dos metros de distancia y acababa de rociar con ello a tres de las personas más importantes del Campus. Era el fin.

Unos asistentes se acercaron a socorrerles y, después de un rato y los hechizos adecuados, el olor desapareció. La irritación de los ojos, en cambio, era otro cantar. Parecían tres vampiros a punto de desfallecer, con los ojos enrojecidos y la respiración entrecortada. Urui temblaba. No entendía que hacían allí, pero intuía lo que ocurriría a continuación. Le echarían del Campus y su carrera y sus sueños se acabarían. Inspiró profundamente mientras repasaba mentalmente todo lo que había sacrificado para estar ahí, lo mucho que se había esforzado. Había estado tan cerca y ahora estaba tan lejos…  Vagaría como un alma en pena, hablándole a los desconocidos de cómo había estado a punto de conseguir el futuro de sus sueños. Y los amigos le abandonarían por pesado. Solo su abuela sentiría compasión por él y le dejaría dormir en el granero. Aunque tendría que construirlo primero… y seguro que las gallinas le hostigarían. Qué vida tan miserable le esperaba… Alguien se aclaró la garganta y Urui volvió al presente.

—¡Esen! ¿Tú también? —exclamó el director al ver llegar a su hijo, que ya había recuperado el aspecto humano. Los hombres lobo de su edad solían controlar ya bastante bien las transformaciones, pero era evidente que seguía alterado. Tenía los ojos tan enrojecidos como su padre y arañazos alrededor de estos. Tenía pequeños tics, como si quisiera rascarse el rostro pero se echara atrás al darse cuenta. Parecía cansado y mareado.

Le acompañaba lo que quedaba de un profesor. Urui lo reconoció de su primer semestre. Era un hombre bastante hablador y enérgico, muy sociable. Ahora estaba pálido y más centrado en respirar que en preguntar por las vacaciones de todos. Parecía incomodarle que Esen le ayudara a mantenerse de pie y se apoyó en un árbol nada más llegar. Su ropa estaba totalmente raída y le faltaba un zapato. De su camiseta solo quedaba una tira de tela que, cual tirante, recorría su arañado y sangrante torso hasta su hombro. La imagen era espeluznante. Esen miró a Urui y Urui se miró las patitas. ¿Qué hacía allí? ¿Iba a acusarle de algo? Todo a freír…

—Bueno —empezó el señor Lulú con su amable voz un poco ronca—, antes de que aparezcan más heridos… deberíamos zanjar esto.

Urui deseó volver a ser un ratón, así de pequeño se sentía.

—La verdad, cuando el señor Lulú sugirió lo de realizar la prueba en la biblioteca, creí que lo más complicado que tendríamos que afrontar sería tener que recoger libros del suelo —El director se frotaba los ojos con un pañuelo que habían untado con una sustancia calmante—. Ah, mucho mejor. Chico —dijo, dirigiéndose al pequeño elfo transformado—, has superado mis expectativas. Felicidades.

—Sí, nada mal, Urui. Tres encantamientos seguidos. Veo lo que intentabas hacer al alterar el segundo. Tienes buena intuición, aunque esto no fuera, eh… premeditado —dijo el anciano bibliotecario, señalando el actual aspecto del elfo—. Ante una situación urgente hay que tener iniciativa, nada mal para alguien de primero.

La pequeña mofeta no entendía nada. ¿Eran halagos?

El señor Lulú continuó— A mí me gusta llamarlo “Prueba de Compostura” —rio como si la situación hubiera sido inofensiva y no escalofriante—. Formará parte de tu currículum a nivel, digamos… interno. Y por supuesto, no puedes hablarle de esto a nadie, por razones obvias debe seguir contando con el factor sorpresa. Debes entender que muchos de los cursos superiores cuentan con asignaturas peligrosas y no todo el mundo posee las cualidades necesarias para, siquiera, sobrevivir a ellos.

Algo había oído Urui sobre cómo en el pasado muchos alumnos perecían antes de graduarse. Siempre había asumido que simplemente habían mejorado la seguridad.

Entonces, el profesor Serán habló por primera vez—. No te lo tomes a mal, Urui. Has aprobado. Enorgullécete y prepárate, porque el lunes que viene empezarás con las clases complementarias para reforzar tus puntos débiles y adquirir otras habilidades. Serás Explorador. Si sigues esforzándote, claro está.

—¿Explorador? Nada mal, chaval, no esperaba menos. —exclamó una voz grave. Urui pegó un saltito, se había olvidado de que Esen estaba allí. Parecía estar ya mucho mejor. Se lo quedó mirando, sorprendido por el cambio de actitud. Sonreía ampliamente, sin rastro de malicia y parecía realmente contento por él— En cuanto aprendas unos cuantos trucos serás bastante duro de pelar.

—Esen nos ayuda con algunas de las pruebas. —explicó el profesor Serán.

—Sí, se ve que doy miedo —rio el aludido—. Nos veremos en clase, entonces. Yo también seré Explorador —dijo señalándose con el pulgar mientras daba media vuelta. Se despidió con un gesto y se largó.

El profesor Serán devolvió a la normalidad a Urui y, tras prestarle algo de ropa, le llevó a casa.

—Ah, por cierto, a partir de ahora vivirás en el Campus. Hay toda una residencia para los que pasáis la prueba.

—¿Y eso? —preguntó Urui sorprendido. Su casa quedaba cerca, por lo que nunca se lo había planteado.

—Bueno, para ser discretos, por si perdéis alguna extremidad durante las clases u os volvéis verdes —rio ante la cara pálida del elfo—. El lunes hablamos, hasta entonces mejor descansa y recupérate. Te hará falta.

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