El sol en los ojos


Un profundo azul oscuro había empezado a teñir el cielo. Pronto encenderían las farolas de la ciudad. Apoyada en el deteriorado marco de madera de un tímido ventanal del Museo de Antigüedades Singulares, instalado de manera temporal en un viejo edificio, una niña daba pequeños saltos mientras señalaba hacia arriba.

―¡Mira mamá! ¡Ya se ve la luna! ―exclamó, mirando a su madre con ojos brillantes.

A pocos metros de ellas, una mujer sonrió. Cubierta con una enorme sudadera gris y unos tejanos anchos, se mantenía alejada de los moribundos rayos de sol que todavía entraban por las ventanas. Escondía los ojos tras unas gruesas gafas oscuras y evitaba la mirada de los demás mediante una estudiada postura llena de pasotismo bohemio y algo de calculado fantasmeo urbano. Observaba las obras que lucían allí con sincero interés y admiración. Con el paso de los siglos, su forzada relación con el mundo del arte le había enseñado a apreciar el talento y la belleza. “Es quizás lo único bueno que me ha traído...” pensó.

Dejó atrás las pinceladas a las que había estado prestando atención y empezó a recorrer la corta distancia que la separaba del fondo del museo y de su obra principal, “La que espera”. Sonrió recordando el día que eligió el nombre. Toda esa controversia… “No hay nada que indique que está esperando” repetían, siglo tras siglo.

―Si supieran… ―murmuró ella, acercándose lentamente al centro de la sala. No había peligro, los últimos visitantes la estaban abandonando― que el nombre se refiere a mí…

Se quedó por un momento sin aliento y se quitó las gafas. Sus ojos dorados se abrieron de par en par y sus pupilas se dilataron.

―Eva… ―Fue todo lo que consiguió decir, las palabras se agolpaban tras demasiadas lágrimas cautivas.

Ante ella estaba una de las estatuas más antiguas encontradas y una de las que contaban con mayor precisión. “Que en esa época tuvieran ese dominio… resulta fascinante” señalaban los expertos, que ignoraban su verdadero origen. La piedra mostraba a una mujer de rasgos dulces, nariz ancha, hombros caídos y salvaje pelo rizado. Sus ojos expresaban amor y tristeza a partes iguales. Sus brazos, alzados hacia delante, parecían acariciar una mejilla invisible. La mujer volvió a ponerse las gafas y suspiró, todavía sentía el roce.

Tras comprobar que no quedaba nadie en la sala ni en los pasillos contiguos, se colocó en el hueco interior de una escultura enorme, un montaje con altos espejos cercano a la entrada de la sala, justo al lado de un antiguo collar demasiado recargado para su gusto. Desde allí podría vigilar hasta que llegara el momento.

Pronto llegó el encargado del cierre del museo, que revisaba que no quedara nadie por allí. Se paró a cuatro palmos de ella sin llegar a verla, pues el espejo no mostraba su reflejo. Hacía mucho que nadie podía verlo, ni ella misma, y eso hacía de su posición un magnífico escondite. El hombre acarició su mostacho y asintió, satisfecho del estado de la sala. Se disponía a irse cuando le llamaron por teléfono.

―¿Sí? No, no, tranquilo, estoy cerrando. ¿Qué ocurre?

La paciencia de la mujer llegó a su límite cuando, veinte minutos más tarde, el hombre seguía hablando de banalidades. Harta de tanta cháchara, salió de su escondite, lo encaró, se deshizo de las gafas y clavó la mirada en él.

―Lárgate ―ordenó furiosa. Sin mediar palabra, con la mirada perdida y la boca algo entreabierta, el hombre obedeció al instante y abandonó el lugar. La mujer se permitió unos instantes de respiración profunda para recuperar la calma antes de volver a su delicada guarida. Una vez allí, observó el espejo frente a ella, imaginándose que podía ver su propio rostro. “Tienes el sol en los ojos” le había dicho Eva milenios atrás, cuando todavía eran, de algún modo, libres. Demasiado les había costado renegar de su destino…

“No, no se casará con él, me da igual si eso rompe la paz entre nuestros pueblos. ¡Eva no es una vasija con la que puedas comerciar!”. Todavía sentía esa furia y la angustia de que pudieran separarla de ella. Esa misma noche escaparon de la celda en la que las habían encerrado. Horas más tarde, mientras cruzaban las áridas tierras del norte, Eva se convirtió en piedra con los primeros rayos del sol. El grito de dolor al perderla atravesó el páramo. Miró furiosa hacia el lugar que había sido hasta entonces su hogar, donde se encontraba el hechicero que había lanzado la maldición, y prometió que volvería para vengarse.

Con los años, aprendió que, de hecho, eso era lo menos importante. Encontró la manera de vivir eternamente con el único fin de seguir investigando y, algún día, recuperarla.

Entonces, de forma inesperada, Eva volvió a la vida. Ocurría cada quinientos años, aunque diez minutos era todo lo que ofrecía el destino para saciar la espera. Nunca faltó a la cita. Tocó fondo cuando la que era su mejor pista, el legado del hechicero que las condenó, desapareció con su pueblo cuando éste entró en guerra con los pueblos vecinos. Le siguieron tiempos terribles, pues cada despedida suponía, de algún modo, un nuevo fracaso.

Volvió a la realidad y observó el reloj, era casi la hora. A punto estaba de abandonar su escondite cuando alguien entró por la puerta del servicio. Era un hombre delgado y de elevada estatura, vestido con un elegante traje negro y el pelo completamente engominado. Parecía el típico megalómano que solo se interesa en el mundo del arte por las fiestas. “¿Qué hace aquí?” Por precaución, decidió observarle antes de intervenir. El desconocido se coló en la sala y fue directo al collar que exponían a un metro de ella. Con una agilidad sorprendente manipuló el cierre del cristal irrompible y lo abrió. Entonces, cometido el delito y, ya de camino a la salida, se encontró a medio camino con los ojos de ella. Del sobresalto dejó caer la valiosa joya, que se rompió en mil trocitos al tocar el suelo. Como no podía permitir que esa sala se llenara de policías, no en ese momento, le ordenó que se entregara en la comisaría más cercana.

“Eso me dará tiempo suficiente” pensó mientras se tranquilizaba.

De repente oyó que alguien se acercaba corriendo y entendió que se había activado alguna especie de alarma silenciosa. Apenas tuvo tiempo de volver a la guarida de cristal cuando el guarda entró en la sala, resbaló con los trozos del collar y golpeó con el impulso la escultura en la que se escondía. El estruendo fue ensordecedor. El hombre perdió el conocimiento mientras el ladrón seguía andando camino a comisaría. El mundo de ella, en cambio, ennegreció y un espeso líquido empezó a caer por sus mejillas. En el suelo y con el cuerpo entumecido, comenzó a retirar los restos de cristal que la cubrían. Intentó limpiarse los trozos que se le pegaban en el rostro, pero eso solo le arañó más la piel. Quizás no temía por su vida, tales eran los beneficios que ofrecía su alma maldita e inmortal, pero tardaría días en recuperar la vista. Demasiado tiempo. Entendió que algunos se le habían metido en los ojos y que por más que doliera, por más que quisiera cambiar la situación, esta vez no vería ni su sonrisa, ni sus ojos, ni nada.

―No, no, no, no… ―se desesperó mientras se arrastraba hasta la estatua de su querida Eva, que había empezado a crujir.

―Edit… ―Las frías manos que tanto amaba recorrieron con suavidad su rostro herido, liberándolo del peso de la sangre y las lágrimas pues, pese al dolor que traía consigo, no podía dejar de llorar.

―Te he vuelto a fallar…

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