Entre cenizas y lápidas


Susana se sentó en el banco de piedra y dejó ir unos cuantos tacos. Acababa de volver a lo que se suponía que era su hogar y estaba resultando aún más difícil de lo esperado.

Se sentía patética, solo había sido capaz de sentarse en el jardín a comer croissants. Menudo, aunque delicioso, éxito. Miró a su alrededor, la casa había envejecido bastante bien. Era algo que había tenido en común con sus padres, cuidaban de las cosas.

—Ojalá se les hubiera dado igual de bien cuidar de las personas... —murmuró con rencor. Arrancó el lateral del último croissant con rabia, como si con ello estuviera ejecutando algún tipo de venganza. Suspiró de mala gana y volvió a observar el jardín, en un vano intento de retrasar lo inevitable—. Bueno, tendré que hacerlo algún día —dijo poniéndose en pie.

Con recelo y sintiéndose vulnerable, abrió la puerta y se adentró en aquel lugar al que había jurado no volver. La ansiedad la ahogó en cuanto puso el primer pie dentro. “¡No puedo, no puedo, me largo de aquí!” pensó, exasperada, mientras dejaba la maleta a un lado y salía por la puerta a paso ligero.

Sus pies no se detuvieron en la entrada del jardín ni tampoco en las calles vagamente familiares que recorrió a continuación. Sin darse cuenta, acabó en un bonito y estrecho camino difuminado por la vegetación y el tiempo, lanzando improperios y pateando piedras. Era un entorno agradable, con enredaderas cubriendo los muros y altos árboles saludándola al pasar, y siendo ignorados. Susana no advertía nada de lo que ocurría a su alrededor. Estaba demasiado ocupada sintiéndose en la cuerda floja. No, más bien, en el hilo flojo, si es que había algún hilo capaz de soportar la mochila de ansiedades que llevaba a cuestas. No tenía claro si quería avanzar, o retroceder o, caer. Caer, y dormir eternamente, sin sentir nada.

—No, demasiado aburrido —murmuró en voz baja mientras pateaba otra piedra—. Solo quiero estar tranquila, vivir mi vida a mi manera. No debería ser tan difícil…
Le latía el corazón de rabia y le costaba respirar, quería estar lo más lejos posible de esa casa. Estaba claro, se arrepentía de haber vuelto.

—¡A la mierda todo! —gritó al fin. Odiaba a todo el mundo y, muy en especial, a sus padres. No le gustaba en lo que la habían convertido, no lo soportaba. Y en estas estaba cuando, sin previo aviso y tras un último bramido lleno de quejas y dolor, la furia se convirtió en desazón. Qué importaba cuánto llorara o gritara, nunca la habían querido escuchar y, finalmente, se habían quedado sin tiempo para arreglar las cosas. No se sorprendió cuando vio que sus pasos la habían llevado al cementerio del pueblo.

—No sé si querré entrar cuando estén, así que... —Por un retraso, las cenizas seguían a quilómetros de distancia. Sin pensárselo mucho cruzó el alto muro trepando por un roble que lo atravesaba por encima. Lo más lógico habría sido entrar por la puerta principal, pero sabía que la encontraría cerrada. Había querido librarse de las cenizas de sus padres lo antes posible y le habían dejado muy claro que ese día cerraban.

—Ese día es imposible, señorita, de verdad, pero para el siguiente no hay ningún problema. Será cosa de un día, no se preocupe, sus padres lo entenderán y usted quedará encantada con la ceremonia, se lo prometo —Susana lo aceptó a regañadientes. Al fin y al cabo, no era como si las cenizas fueran a descomponerse más por la espera.

Ahora ya daba igual. Había tenido que llamar de nuevo para avisar al encargado del retraso. Y al trabajo, tardaría unos días más en volver. “Menos mal que no insistí para que abrieran hoy” pensó mientras avanzaba por la gruesa rama. Mejor así, estaré sola. Resbaló en el tramo final pero consiguió caer sin hacerse excesivo daño. Sintió la húmeda hierba alta y las deportivas hundirse en el barro— ¡Mierda, es verdad, ha llovido antes!

En ese momento, al alzar la mirada, se encontró con una pequeña arboleda de altas y estrechas cañas. Tendría que atravesarlas o rodearlas para llegar al otro lado. De pequeña se había acercado muchas veces a ese lugar con los demás niños del vecindario. No era un mal sitio, estaba bien cuidado, era tranquilo y… habían estado convencidos de que algún día lograrían ver a un muerto viviente levantándose de su tumba. Por supuesto, eso nunca llegó a ocurrir y, bueno, nada mejor que madurar para dejar de creer en fantasías.

—Esto parece bambú, ¿no? — exclamó sorprendida mientras apartaba un par de tallos lo justo para poder pasar a través de ellos—. No recordaba que el cementerio del pueblo fuera tan exótico.

Exploró la zona y pronto se encontró con más novedades.

Las viejas tumbas, sobrias e imperturbables, no habían cambiado. Y era fácil reconocer las nuevas. Regias y altas, las habían tallado con delicadeza para darles un toque moderno que las hacía quedar un poco fuera de lugar. “Nada que una planta trepadora y algo de musgo no puedan solucionar” pensó divertida.

—Todos seremos pasado, ¿eh? —murmuró, acariciando las relucientes piedras. Recorrió cada una de las que formaban la fila más reciente y leyó los epitafios personalizados que las presentaban.

“Madre, esposa y diosa del ajedrez”

“Eric, tenías razón. Al final llovió”

“La primera en llegar, la primera en irse”

“La mejor Lubina al horno la preparaba yo”

“No me traigas flores, que tengo alergia”

Se sentó en una muy vieja y grande, sin inscripción. Su aspecto imponente siempre le había parecido acogedor. Allí siempre crecían las flores más bonitas. 
—¿Qué haces aquí? —dijo una voz a sus espaldas.

Susana gritó, se puso en pie de un salto y se abrazó con fuerza. ¿No estaba sola?

—¡Madre mía! ¿De dónde has salido? Pensaba que eras el guarda —exclamó mirando al chico joven, no muy mayor que ella, que se había acomodado en una lápida cercana. Era muy delgado y vestía con ropa marrón y gris, que apenas llenaba. Susana estaba segura de que no lo había visto nunca.

—Qué va, Ricardo ya ha terminado, se ha ido hace horas.

—No deberías estar aquí.

—Eh, no soy yo el que se ha colado. El primer lunes de cada mes cierran esto, tú eres la que no debería estar aquí.

—Tú tampoco —le recriminó ella y, a modo de reivindicación, se sentó de nuevo en la misma tumba en la que la había encontrado.

—Uh, insistes, eh. Yo tengo permiso.

—¿Por qué?

—Hum... —dudó él por un instante— Soy especial.

—Sí, claro —Susana supuso que sería pariente del guarda, el sobrino quizás…

—¿Has venido a ver a alguien?

—No exactamente, he venido antes de que trajeran a mis padres, los incineraron hace poco —dijo acariciando la losa sobre la que se había sentado—. Cuando los traigan, ya no volveré a pisar este sitio.

—Bueno, eso dicen todos y al final siempre…

—No, lo digo en serio. Será bonito pero no es para mí, lo mío es la ciudad —Susana sonrió, imaginando el momento en que pudiera dejarlo todo atrás y volver a la rutina de siempre.

—Oh, la recuerdo, sucia, asfixiante y llena de humo. Entiendo que tengas ganas de volver.

—Qué dices, no está tan sucia —rió ella.

—Lo estaba la última vez que fui —dijo el chico con desagrado—. ¿Todavía sacan el pis por la ventana?

Susana empezó a reír con ganas, ese comentario había conseguido relajarla y pillarla por sorpresa a partes iguales.

—Vale, vale, no será el lugar más limpio del mundo, pero tampoco tú eres tan viej… —Un bostezo le impidió continuar. Estaba cansada, habían sido días muy intensos, aunque en ese momento se sentía bastante cómoda—. Es curioso, aquí… ahora… me siento más en casa que en mi propio hogar.

—No es tan curioso como crees, les pasa a muchos —le quitó importancia él.

—Aquí nadie juzga, no importa lo que haga o deje de hacer.

—Sí, es lo que tiene la muerte, nos vuelve a todos unos pasotas.

Susana rio de nuevo. Ese chico le caía muy bien.

—Por cierto, no te he preguntado tu nombre.

—Ni yo el tuyo —dijo él con una reverencia—, soy Marc.

Susana le siguió el rollo y correspondió con una inclinación llena de florituras— Yo soy Susana, un placer conocerte, Marc.

—¡Oye, si tienes modales! —exclamó él con alegría.

—¡Y tu mucho valor, no te metas conmigo!

—Vale, perdona —se disculpó Marc. Hubo un silencio agradable en el que escucharon el viento y olieron las flores—. Dime, ¿tanto les odias?

—¿A quién?

—A tus padres.

—Para ellos, todo lo que no fuera perfecto, era mediocre. No se puede vivir así, no es justo —Pensó en los problemas que le había dado tanta autoexigencia, siempre con la sombra del perfeccionismo encima. Las lágrimas y la rabia empezaron a asomar y temió derrumbarse allí mismo, delante de un desconocido.

—¡Estoy contigo, lo mediocre ya es perfecto de por sí! —dijo Marc con sobreactuada indignación.

—¿Verdad? Yo pienso igual —disimuló ella. El ánimo del chico consiguió calmarla.

Estuvieron hablando durante dos horas más y, cuando empezó a ponerse el sol, Susana insistió en que la acompañara.

—De verdad que no puedo —le contestó él con tristeza—. Tengo que estar aquí.

—¡Pues traigo yo la cena!

—Es que… —Marc no tuvo tiempo de contestarle. Se puso en pie con intención de seguirla, pero solo avanzó dos pasos y, con mirada afligida, la observó alejarse. Susana aceleró el paso. Cocinaría algo sencillo y lo metería en recipientes herméticos. Trepó uno de los robles del interior para cruzar. Avanzó por la rama y algo la golpeó en la cabeza.

—¡Auch! ¿Qué? —¿Con qué se había dado? No había nada delante de ella así que volvió a intentarlo— ¡Ah! ¿Otra vez? —Alargó la mano con cuidado y se topó con un muro invisible— ¿Qué mierda es esto?

Bajó deprisa y fue a buscar a Marc para contarle lo ocurrido.

—Lo siento... tendría que habértelo dicho antes, pero no sabía cómo —Marc se hizo a un lado y señaló el nombre de la lápida en la que se había apoyado. 
“Marc Gómez Truque”

—No… —Susana huyó de allí. Desesperada, intentó volver a saltar el muro pero terminó en el suelo. Fue entonces cuando se encontró con su cuerpo, escondido entre la hierba alta, justo en el lugar en el que había resbalado al llegar. Su propio rostro la observaba con ojos ciegos.

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