Hogar


Hogar, dulce hogar,
donde las lumbres tintinean
al son del murmullo suave
de una tarde cualquiera.

Al son del sedante aroma
a calidez y limón,
el silencio pausado
y la aterciopelada voz.

Mis suspiros parten lento
en este esponjoso sofá,
en esta algarabía acolchada
de perenne tranquilidad.

Sosegaste mis pensamientos,
los pintaste de otro color;
la lluvia tras nuestra mirada,
era un secreto de las dos.

Me diste etéreas alas de ave
para surcar el bello cielo azul,
del verde de las praderas
sólo me hablaste tú.

Hiciste de la noche un sueño,
del miedo, pura fantasía,
de la rebeldía, un encuentro
entre tu vida y la mía.

Y así, con unos bostezos,
me olvidaba de todo y de nada,
fuera cual fuera el momento,
sabía que me cuidabas.

Sabía, también, que cedías
trazas de tu libertad amada,
lágrimas, gotas de rocío,
vertidas cuando no miraba.

Y yo me decía a mí misma,
que alguien capaz de tal magia,
ofrecía una extraña fortuna
a quien dispusiera escucharla.

Desde entonces han pasado los años
y he enfrentado retos y algún que otro lastre,
descubriendo flores en un manto helado
al andar las huellas que allí sembraste.

Ahora me veo obligada a aceptar
que el destino es algo relativo,
un puñado de suerte al azar
y los capítulos que escribimos.

La sombra de un día antiguo,
de algún modo, permanente,
un sueño una vez vivido
y, para siempre, pendiente.

El calor de quien me ha querido
como se debe querer,
el deseo de hallar cobijo,
y el anhelo de volver.

A esa tranquilidad lenta,
a esa bondad humana,
a esa enseñanza honesta
de quien más me amaba.

De quien nunca faltaría
en mi inocencia temprana,
una melodía risueña
en una realidad amarga.

Si pudiera parar el tiempo,
desearía una tarde más
a la orilla de tu sonrisa,
allí reside mi hogar.


A mi Iaia, que me regaló una infancia llena de colores y me habló de las sombras cuando nadie más lo hacía.

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